Quiero ser el resguardo de esa mente que muere día a día. De esa muerte que se sabe inmortal. No el último refugio de la melancolía que se vuelve absoleta. Pretendo demasiado. Y acaso siquiera, he de poder trasladar mi entusiasmo al ajeno balbuceo de una mente que escucha. Y se abre y se cierra ante mis ojos. Ojos ajenos, que callan y lloran.
Quiero ser el resguardo de esa mente que vive día a día. En la ausencia de un mañana. En la entereza de lo que somos y dejamos de ser. En la absurda realidad que se nos ha sido dada. No el silencio del que habla, no la sonrisa del que llora. Algo pequeño, quizás enorme. Aquello que se es negado a los dioses. La intrascendencia de un momento apenas si vivido.
Quiero, tan solo, ser el resguardo honesto, traslúcido de esa mente. Que aguarda en mí. Que espera su fin en mí. Quiero resguardar mi mente. Que se aguarde mi muerte.
Mas acaso, soy tan solo la tenue melodía de una ausencia. O la ausencia de una melodía. Más tenue que la vida misma. Que pasa. Que fluye. Que se ahoga en sí. ¿Acaso se me es dado ser por lo que soy o por lo que se es en mí?
Extraño la sutil (también extraño la sutileza) abnegación a mí. A lo que soy. Ya no sé lo que soy, pues acaso no soy. He robado estas palabras, y ya no sé lo que escribo.
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